La lengua de los secretos
Maricarmen (la prima azafata) me recomendó que leyera, porque a ella le había gustado mucho, La lengua de los secretos de Martín Abrisketa. Fui a la Librería. Lo compré y lo leí. No me extraña nada que le haya gustado porque en la lectura nos encontramos con múltiples aspectos atractivos: la vida de los niños, cómo se hacen mayores, cómo se relacionan, cómo a los niños concretos que aparecen en la novela les tocaron tiempos duros y por esa misma razón el lector se siente solidario con ellos. Aparte hay muchas reflexiones sobre el comportamiento humano, la solidaridad, la imbecilidad de la guerra, de las guerras; el amor a la naturaleza; el tiempo que se lleva tantas cosas, que humaniza otras… En fin, eso puede ser el libro para muchos lectores.
A mí, por deformación profesional, me llamó la atención que en la tapa de la contraportada no hubiera ninguna opinión sobre el mismo de escritores de prestigio o de críticos tenidos por serios en sus juicios. Había, en cambio, unas líneas con lo que pensaban del libro cuatro libreros, todos ellos vascos. Uno dice que uno “termina sin saber si es ficción o realidad”, otro que si el lector “no empatiza con los sentimientos (del niño que lleva el peso de la novela) es que no está vivo”, otro que “su lectura nos emociona y nos transporta al corazón del País Vasco” y el otro que el “autor no escatima detalles en una novela excelente”. No diré que las afirmaciones me molestaran, pero casi porque plantearse lo de si la novela es ficción o realidad no sé a qué viene. Toda novela es ficción, una ficción, como dijo Vargas Llosa, que dice verdades que de otra manera las mordazas a las que estamos sometidos en la realidad no se podrían decir. Lo de que el que “no empatice con los sentimientos” del niño es un exceso y lo de que su lectura “nos emociona y nos transporta al corazón del País Vasco” es, creo yo, un dato que hará las delicias de nacionalistas y gentes que no ven nada bueno más allá del propio terruño, pero que la inhabilita como novela o relato cosmopolita. Dicho.
Aparte de esto, yo tomé algunas notas, no muchas. Por ejemplo, que en el capítulo 3 el lenguaje utilizado es muy popular, con giros y expresiones prácticamente exclusivas del País Vasco con lo que se confirma lo del localismo dicho y se aleja del castellano como lengua común. Unos capítulos después anoto que la narración va pegada a una supuesta realidad, que le falta imaginación y le sobra crónica local o localista.
He anotado algunas otras cosas, pero destaco dos: La primera que el autor abusa del diálogo, un diálogo breve y entrecortado; un diálogo que hace que el pensamiento no fluya, no se desarrolle y que la novela resulte a veces encorsetada. Pero sobre todo, lo que no me pareció de recibo es que el mundo narrado se halle encorsetado en compartimentos estancos, el de los buenos y el de los malos y que los buenos son los que decide el novelista que son buenos y los malos lo mismo. Y es que de esta técnica y procedimiento nacen las novelas o escritos panfletarios. De una novela que a mí me parece interesante por razones varias, Huasipungo de Jorge Icaza, se ha dicho en numerosas ocasiones que es panfletaria porque los indios son los buenos y los colonizadores, aunque les llevaran el progreso y la civilización, son los malos. El mundo no es así. Las personas no somos absolutamente buenas ni absolutamente malas. Las personas somos buenos para los afines y malos para los que nos detestan. Un amigo mío decía recientemente en su blog, referido a otros casos, que estos mundos estancos llevan a la manipulación de ideologías y a la imposición de visiones sociales, económicas y culturales localistas sin más justificación que “el fervor y la fe”.
Y he agotado el espacio que normalmente me asigno para estos comentarios.
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